Por: Larrys Fontalvo Rodríguez
“La educación no es la preparación para la vida; la educación es la vida misma.”
—John Dewey
Cada mañana, al cruzar el umbral del aula, siento una mezcla de vocación, esperanza… y frustración. Sí, frustración. Porque a pesar de los años de preparación, del esfuerzo por innovar, por motivar, por enseñar con pasión, hay días en los que parece que la escuela ya no es ese lugar privilegiado para el conocimiento, el pensamiento crítico y el descubrimiento del mundo, sino una simple guardería extendida.
¿Les suena familiar? ¿Es solo una percepción personal o también lo viven otros docentes en el Atlántico, y en Colombia? Estoy convencido de que no estoy solo. Las aulas están cambiando, pero no siempre para bien. Cada vez cuesta más dar una clase completa, captar la atención, mantener la disciplina mínima para que ocurra el milagro del aprendizaje. Y no hablo de una indisciplina maliciosa. Hablo de una ausencia generalizada de límites, de hábitos, de interés. Hablo de una carga social que ha caído con fuerza sobre los hombros de las instituciones educativas.
Hoy, además de enseñar matemáticas, lenguaje, ciencias o historia, debemos contener emociones, suplir vacíos afectivos, alimentar el alma —y a veces el estómago— de estudiantes que llegan sin desayuno, sin sueño, sin escucha en casa. Asumimos roles de orientadores, psicólogos, cuidadores y hasta padres sustitutos. ¿Y cuándo, entonces, enseñamos?
La escuela nunca ha sido una isla, y no debe serlo. Pero tampoco puede ser el bote salvavidas de todos los problemas sociales. Cuando el rol de la familia, la comunidad, el Estado y los medios de comunicación falla o se diluye, la escuela intenta cubrirlo todo… y se agota. Se quiebra por dentro. Y con ella, nosotros: los docentes.
¿Por qué cada vez es más difícil dar una clase? Porque estamos en un contexto donde el conocimiento ha sido desplazado por el entretenimiento inmediato, donde los dispositivos compiten con el pizarrón, y donde las habilidades emocionales básicas no están garantizadas en el hogar. Porque hay menos colaboración y más desgaste. Porque se espera que seamos superhéroes, pero sin capa, sin recursos y sin tiempo.
No escribo esto para quejarme sin más. Lo escribo como un llamado. A las familias, para que se reconecten con su papel protagónico en la formación de sus hijos. A los directivos, para que prioricen lo pedagógico sobre lo burocrático. A los gobiernos, para que dejen de usar a la escuela como maquillaje social y le devuelvan su dignidad. A los estudiantes, para que descubran que aprender también puede ser un acto de libertad.
Y a nosotros, los docentes, para que no dejemos de soñar con esa escuela que sí puede ser: un lugar donde se aprenda con profundidad, donde se escuche con respeto, donde se despierte la curiosidad por el mundo. No está todo perdido. Pero necesitamos hablarnos, escucharnos y actuar.
Santo Tomás, como tantos municipios del país, necesita escuelas vivas, no trincheras de resistencia. Docentes acompañados, valorados y formados, no héroes agotados por la indiferencia. Niños, adolescentes y jóvenes que sueñen, pregunten, descubran y construyan, no que simplemente esperen que suene el timbre. La escuela no es una guardería: es el taller donde se forjan las ideas, los valores y el futuro. Y si queremos un mañana diferente, el momento de defender y transformar la educación es ahora.
Lo que acabo de leer lo sé, y sin embargo, me impactó sin quererlo. Estamos jodidos, porque la escuela no es una entidad contra cultural, es más bien dócil, sin carácter y adaptada a sus circunstancias anómica.