Por: Pedro Conrado Cudriz
Diciembre es un mes especial para todo el mundo. No lo es enero ni el penúltimo mes del año, noviembre. Estos meses no generan los sentimientos y las emociones de diciembre. No nos llenan ni nos llevan a uno de los tantos finales especiales del tiempo. Diciembre es un mes de euforias y nostalgias extremas, de alegrías y tristezas inexplicables. Es un mes extraño. Y no lo sabemos a pesar del lenguaje, solo lo sentimos, como aquel inocente ciudadano que viaja en un autobús sin destino. Simplemente goza al ir de viaje en la máquina. Extraño. La gente se desborda, vive guindada de una cuerda, cualquier día es de fiesta, de tal manera que uno pierde el sentido de la orientación temporal. No sabemos si hoy es martes o domingo.
El vértigo es la señal característica, porque observamos la premura de las gentes en la ciudad, en la casa, oímos el ruido musical en el barrio, vemos el movimiento desbordante en los almacenes, pero nadie se detiene para la auto observación, o para pensarse, porque no importa, importa otra vez la rara experiencia del último mes del año, porque vivir en la nube de diciembre es lo fundamental.
No formo parte de este prototipo social ni aquel que Piedad Bonnet señaló en su última columna, La cofradía del Sr T, en El Espectador, que puede resumirse como los integrantes “que nos reconocemos con sólo mirarnos, odiamos los eventos multitudinarios. Somos mucho más felices en una reunión de pocos amigos, ojalá de vieja data, donde no tengamos que ser inteligentes ni hablar de nada importante y donde la risa y la comodidad vayan de la mano.”
No, no formo parte de esta cofradía. Confieso que soy aburridor o puedo serlo, porque el tedio se apodera de mí, me supera, una vez llego al lugar de la fiesta. En la última invitación donde estuve este mes que muere sin remedio, en una renovación matrimonial después de 34 años de convivencia de una pareja conocida, tuve que soportar una misa de más de una hora y la perorata del cura hablando del amor eterno como cualquier fulano de esquina y luego esperar la comida entre tanta gente desconocida. Y experimentar la música ruidosa, inalterable del lugar fiestero. Hasta desesperarme por regresar a casa. Recuerdo que esta experiencia de auto marginalidad siempre me ha pasado, soy cuasi ermitaño. Me siento raro. Sí, soy raro. Donde mejor me siento es en mi casa y en mi cuarto de estudio, o con mis amigos, que son muy pocos. Anoche, en mi celebración de otro de mis cumpleaños infinitos- que todavía no son inmortales, porque los serán a los cien años – mi hija le decía a su mamá y a los demás invitados de la familia, tomémonos la foto rápido antes que papá se aburra y se vaya a dormir. Así soy yo, pero nadie entiende esta clase de sustancia marginal mía.
Diciembre me mata, me transforma en su ser nostálgico de la nada, inocula un sentimiento que he sido incapaz de definir, puede ser tristeza sin serlo, o nostalgia sin serla. Vivo este mes en el limbo, un perro herido y perdido en las calles de la ciudad, porque en ningún lugar estoy o me siento bien; algo me corroe por dentro, algo me está cobrando o robando la poca felicidad de finales de año. Tal vez estoy de acuerdo con Silvia Plath cuando dijo: “Por favor, no esperes que siempre sea buena, amable y amorosa. Hay momentos en los que seré fría, irreflexiva y difícil de entender.”
Excelente y muy intimo
Diciembre llegó con su ventolera,