Por: Pedro Conrado Cudriz
“En la tarde de sábado una canción rompe el silencio y entonces la memoria inventa otro silencio más denso, un silencio azul sin sobresaltos. Esa música refunde los tiempos del verbo, unifica los más antiguos días con este mismo instante.” Darío Jaramillo Agudelo
Para sentir el aleteo del corazón se necesita el silencio, tanto del cuerpo como del mundo exterior. Tal vez esta sea la razón para que alguien no crea en el silencio, mientras el corazón siga latiendo. El silencio es una experiencia única, singular, y si no se vive intensamente seremos incapaces de codificarlo, de sentirlo, y siempre viviremos en el ruido del mundo exterior, lejos de la sabiduría del cuerpo.
Yo he vivido dos experiencias asombrosas en dos pueblos particulares del departamento del Atlántico: Candelaria y Caracolí, un corregimiento de Malambo. En estas dos poblaciones uno ingresa desprevenidamente al mundo, a esos dos insulares mundos, y a los pocos minutos el silencio toma cuerpo físicamente en nuestras vidas e ingresa prurito por la piel. No hay una sola mancha de un ruido de radio en sus geografías ni en el aire.
Es como volver al campo profundo.
La paz del cuerpo sobreviene sin agotamientos y mientras estés en aquellos dos territorios, el corazón palpita relajado.
En Caracolí, es impresionante el silencio, te perfora los oídos una vez colocas un pie en su territorio y termina apropiándose de tu conciencia superior sin querer, hasta lograr el cántico del piano fantasma que todos llevamos dentro. Es una experiencia sin igual. En Candelaria, el ruido del auto en el que viajaba no me permitió vivenciarlo enseguida, solo hasta que ocupé la bella plaza que engalana la municipalidad. El imperio del silencio es impresionante y la mudez de alma es azul en aquellas tierras.
El silencio se transformó en un fenómeno físico y terminó cubriendo como una gigantesca toalla todo mi cuerpo.
Al interrelacionar con estas dos poblaciones, el pito interno del ruido se corrompe y se hace añicos, un pedazo de vidrio haciendo una sola vez un gran estallido en el suelo del alma. El silencio hace este milagro, nos transporta a otra dimensión desconocida para ayudarnos a sentir de otra manera la vida, el mundo, el no ruido, algo así como la parálisis de todos los relojes del tiempo, y el viento siendo solo viento.
Las sociedades han evolucionado tanto que han olvidado el silencio, porque se han acostumbrado a vivir en medio de ciudades ruidosas y altaneras, tal vez ocurra este fenómeno por lo que sentencia William Ospina: “… Después nos multiplicamos, multiplicamos nuestra fuerza, nuestra velocidad, nuestro ritmo de consumo, nuestro gasto de energía, y ya no producimos más cultura, más civilización: solo más basura, velocidad, cogestión, más angustia y desastres.”
Y más ruido.
El alma del amante del ruido es absolutamente diferente de aquellos amantes del silencio, porque es ruidosa y agreste, violenta e intolerable, llamativa y ojerosa, demostrativa. Hasta colectiva y cómplice. No es un alma preclara, tampoco tranquila. Eso sí, vive embutida en otras almas.
Y no es que esta alma ruidosa esté incapacitada para experimentar el silencio. Su problema es la mala educación cívica, su entorno espiritualmente pobre, su falta de voluntad para vivenciar otras verdades y su incapacidad para convivir con otras almas. Por eso el salvaje ruido cotidiano en Santo Tomás, mi inefable micromundo.

Más historias
Anomalía
El médico: Custodio de la ciencia y servidor de la vida
De Occidente y sus tribulaciones