Por: Pedro Conrado Cudriz
Todavía estamos vagando en esa nube de polvo erecto y elevado por los aires por la iracundia de la violencia, de todas las violencias, las del Estado de siempre (ahora peor), las de los grupos ilegales de todos los tipos de criminalidad habida y por haber, y también levantada por las cortinas oscuras de los programas de la alienante televisión colombiana.
El horror entra por las hendijas de casa como un hilillo de sangre temblorosa, todavía sin conmovernos. Y se queda fijo en los ojos del alma. Paralizado. Con razón Ingrid Betancourt habló: “Yo sé que Colombia nos oye y nos oye, y no nos entiende. Hoy tenemos que hacer que Colombia entienda; encontrar las palabras justas para que el país vea, imagine lo que nos sucedió a todos”.
Caminamos como zombis, indolentes, ajenos a la tortura y al horror de una realidad que ha terminado desbaratando esperanzas, ilusiones, sueños, caminos, selvas, ríos, familias, individuos, jóvenes, hijos, maestras y maestros.
Y todavía hay muchos que no saben lo que pasó y lo que todavía nos pasa, porque les molieron el alma y les silenciaron la conciencia, les mataron el conocimiento y la conciencia, los pudrieron por dentro para no ver ni oír el canto azul de la esperanza, la música que inspira la belleza de la bondad y la solidaridad humana.
Por eso no lloramos ni a los vivos ni a los muertos, porque han terminado convertidos en una pesada carga ajena, porque los poderosos normalizaron todo y nos obligaron a aceptar que no somos seres humanos, sino objetos electorales, instrumentos de trabajo y objetos de una guerra, que sigue vomitando cadáveres. Y no es la enajenante patria, son los soldados estigmatizados por pobres, “porque no saben usar los baños,” según un general de la república cómplice de la política oscura del ejército colombiano de asesinar civiles para hacerlos pasar por guerrilleros.
El llanto del otro no nos conmueve porque estamos convertidos en la piedra dura de la normalidad, o simplemente porque al estar en la sempiterna guerra, el alma se cubrió de la piel callosa de la insensible muerte. Esa que sacrifica la vida para tener de hermana la misma muerte. Las víctimas lloran porque siguen adheridas a la vida, a los sueños de los seres queridos que se llevó la maldita guerra del país, la guerra contra los privilegios y la guerra contra la subversión. Y porque al recordarlos siguen vivos como en el pasado, vivos con sus sonrisas canarias, vivos entre las rutinas de casa.
Una guerra sin inocencias que se llevó a la tumba a miles de inocentes.
Ingrid dijo: hay que “mirarnos desde adentro cargando nuestras heridas y nuestros muertos.”
Tal vez, mi poema instantes recoge este dolor: “Hay un instante en todo el día, /Es un globo de tiempo /Parqueado en la tarde, / Sopla el viento / Y el juego de la vida / No está en el reloj, / Hay algo más profundo todavía / Que los ojos no ven, / Es el dolor / Vida interna que sangra. / Es el ritual de la muerte.”
El “ritual de la muerte” nos persigue. Para acabarlo hay que procurar la reconciliación y la paz, la semilla ya sembrada, esa que algunos quieren arrancarla de la tierra fértil del corazón de los colombianos.
El alma esta plagada de incertidumbre