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diciembre 12, 2025

La Primicia Noticias

Una Nueva mirada

En el Campo de la Muerte

“Sí sobrevivo hoy, mañana seré libre.” Edith Eger, sobreviviente de Auschwitz

Por: Pedro Conrado Cudriz

La niña tendría unos cinco años, me miró y se quedó sentada en la mecedora dándole vueltas a alguna vieja idea. Volvió  hacerlo y se acercó muy precavida y me lanzó la pregunta:

-¿Qué es la muerte?

Yo esperaba otra cosa, otra pregunta de la niña. Lo inesperado y el asombro paralizaron toda mi mente. A mi memoria regresó una respuesta que ya había escrito antes, en un cuento inédito sobre el  tema y titulado “Tu madre, también”, donde la niña de la historia le pregunta al abuelo por la muerte y éste le responde sin perjudicar la respuesta:

-“No sé, hija, no sé.”

Yo me he enfrentado no sé cuántas veces a la muerte. Cuando muere, por ejemplo, algún vecino en un vecindario extendido, o por la muerte de los abuelos y mis padres. Ha sido inevitable, porque todo el mundo muere, especialmente hoy que vivimos acosados por la cepa del coronavirus.

La inmortalidad es solo un tema del cine, no de los mortales que nos sentamos a disfrutar las películas.

Recuerdo la muerte de la abuela Juana, la mamá de mi madre, que fue un golpe bajo, duro e inesperado de la vida. Mi hermano Nolasco y yo habíamos llegado embriagados a casa en la madrugada de aquel desgraciado día. Ella nos atendía siempre. En las horas siguientes ya estaba muerta. Tuve miedo de verla en el cajón mortuorio. Y desde aquel día me niego a acercarme a cualquier ataúd que cargue un cadáver. Porque me viene su imagen a la mente y creo que perturba los recuerdos que guardo de ella.

En ese acto de solidaridad “orgánica” o social de asistir a los rituales de las muertes vecinas, me encontré con un vecino que lleva más de setecientas veces acompañando muertos, vecinos o no, conocidos o no conocidos. Me informó buscando mi asombro, que acompañó incluso a Diomedes Días en la arena del cementerio de Valledupar. 

La pandemia nos ha acercado a la muerte de otra manera y nos ha arrancado del alma los rituales, o la inocencia de la convocación comunitaria. Nos ha quitado la cercanía, el camino por el que reconocemos agarrados de manos nuestra identidad cultural o social. Cuando murió mi madre, Manuela Encarnación, a comienzo del año 2020, que además era una mujer acendradamente católica, la ceremonia fue en casa y austera, según los protocolos de la bioseguridad impuesto para salvar vidas. La pandemia así ha terminado congelando el ritual de la muerte en el tiempo no como obstáculos pero sí como un factor que ha alterado la comunión vecina.

Y nos han ocurrido en estos tiempos dos cosas. La primera, se ha elevado a la conciencia –al Superyó- el tema de la muerte, en un país de muerte. En segundo lugar, la conciencia de la supervivencia, nos ha conducido a la tercera categoría, la cultural: el  autocuidado. Y sin embargo, lo que observamos es otra cosa, por la indisciplina social. O se le ha perdido el miedo a la muerte o la gente está jugando a la ruleta rusa con la parca.

En otro cuento inédito, otro abuelo le responde de la siguiente manera al nieto sobre la interrogación de la muerte:

-Es la nada, el vacío, el absoluto silencio, Toñito. La muerte también es poesía. Si logras verle la cara a un muerto podrás observar la poesía, verás la tranquilidad de la ausencia, la soledad y el silencio.

La verdad es que no pude darle respuesta a la pregunta de la niña, porque no sabía que decirle y todavía no lo sé.

En casa y a punto de asistir a otra ceremonia mortuoria de un vecino amigo, otra niña de la misma edad, le preguntó a su madre:

-¿Mamá, el muerto está mal?