Por Deivis Márquez Pérez
La crisis de valores que atraviesan las sociedades contemporáneas puede comprenderse, de manera especialmente lúcida, a través de la lente filosófica de Friedrich Nietzsche. Su diagnóstico cultural, formulado a finales del siglo XIX, conserva una vigencia sorprendente porque señala las raíces profundas del deterioro moral, espiritual y político de la modernidad: la pérdida de sentido, la decadencia de las instituciones, el sometimiento del individuo a la masa y el dominio de un pensamiento débil que evita el riesgo y la afirmación de la vida. Para Nietzsche, la corrupción social no es un accidente histórico, sino el resultado de una larga decadencia que comienza con la negación de la vida y culmina con lo que llamó la “muerte de Dios”, evento simbólico que desmorona todas las estructuras que antes sostenían la cultura occidental.
Desde este horizonte se entiende por qué, para Nietzsche, la sociedad moderna se encuentra atravesada por un nihilismo profundo. En La gaya ciencia, proclama que “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado”. Esta declaración no es una celebración, sino un diagnóstico; las verdades tradicionales morales, religiosas, políticas han perdido su capacidad de orientar y de conferir significado. En ese vacío, los valores pierden solidez, la cultura se fragmenta y el ser humano queda sin brújula. Esta es la base de la corrupción social; no la falta de normas, sino la falta de fundamentos auténticos para esas normas.
Nietzsche denuncia con insistencia la decadencia de los ideales morales heredados del cristianismo y de la tradición metafísica occidental. Para él, la moral dominante es una “moral de esclavos”, producto del resentimiento de los débiles hacia los fuertes. En La genealogía de la moral escribe: “Los buenos han sido siempre los no poderosos, los pobres, los impotentes”, revelando cómo la moral tradicional glorifica la sumisión y la renuncia, castigando la fuerza creadora y la afirmación de la vida. Una sociedad basada en esta moral está condenada a la mediocridad, al conformismo y a la corrupción de su vitalidad. En las sociedades contemporáneas esta crisis se expresa en fenómenos como la manipulación mediática, el consumismo desmedido, la burocratización de la vida y la pérdida de referentes éticos. Nietzsche anticipó este panorama cuando advirtió en Así habló Zaratustra la llegada del “último hombre”, figura que encarna la decadencia máxima, “Hemos inventado la felicidad, dicen los últimos hombres, y parpadean”. El último hombre es aquel que renuncia a todo desafío, que evita el riesgo, que persigue únicamente bienestar superficial y seguridad. Es la representación del ser humano domesticado por una sociedad que convierte la comodidad en valor supremo. En esa figura se condensa el diagnóstico nietzscheano como una cultura enferma que sacrifica la grandeza a cambio de estabilidad.
La corrupción social, por tanto, no es solo política o económica; es ante todo espiritual. Nietzsche identifica un desgaste en la capacidad del individuo para autoafirmarse, para crear sus propios valores. La educación, la religión, la moral y la política producen sujetos obedientes, uniformados, incapaces de voluntad propia. En ese proceso se gesta la “crisis de los valores”, la moral ya no es fruto de la autenticidad, sino de la presión social. El hombre moderno deja de ser creador y se convierte en criatura pasiva de una estructura decadente. Ante este panorama, Nietzsche propone un camino radical como la transvaloración de todos los valores. Esto implica destruir las viejas estructuras morales que niegan la vida y abrir paso a una moral afirmativa, creadora, que surja de la fuerza y la autenticidad del individuo. En El anticristo afirma que “Lo que es bueno es todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre”. Esta frase resume su apuesta ética, donde los valores deben surgir de la vitalidad, de la afirmación de la existencia, de la voluntad creadora; solo así la sociedad puede regenerarse.
La figura del superhombre encarna ese ideal renovador. No se trata de un ser perfecto ni superior biológicamente, sino de un individuo capaz de crear valores propios, de asumir la vida con valentía, de transformar el nihilismo en posibilidad. El superhombre es la antítesis del último hombre. Mientras este se deteriora en la comodidad y el miedo, el superhombre se eleva mediante la voluntad de poder, concebida no como dominio sobre el otro, sino como fuerza interior que impulsa la creación de sentido; desde esta perspectiva, la sociedad corrompida no es irremediable, pero sí requiere una reforma profunda, no institucional sino existencial, un retorno a la autenticidad, al riesgo, a la afirmación, a la responsabilidad individual. La crisis de los valores no se resuelve restaurando viejas creencias, sino atreviéndose a pensar más allá de ellas.
El pensamiento nietzscheano ilumina la decadencia contemporánea al mostrar que la corrupción social es producto de valores agotados y de un hombre debilitado por la moral tradicional. Su propuesta de transvaloración y la figura del superhombre ofrecen una vía de superación, no como receta política, sino como revolución espiritual. En un mundo donde la superficialidad y la mediocridad amenazan con convertirse en norma, Nietzsche invita a recuperar la grandeza de la vida, a crear valores propios y a superar el nihilismo. Como señala en El crepúsculo de los ídolos: “Hay que llevar en sí un caos, para poder dar a luz una estrella danzarina”. Esa estrella simboliza la posibilidad de un nuevo comienzo para la sociedad y para el hombre.

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