Por: Pedro Conrado Cudriz
Alguien escribió libro y una lluvia de hojas -pájaros almorzaron al pie del aire. Las palabras, las comas y los puntos y comas jugaron a ser equipos de la imaginación. También miles de palomas viajaron en el conjunto de las palabras. Las comas y el punto aparte no saben qué hacer con tantos pájaros ocultos en las hojas de los árboles.
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No juegues con la candela dijeron los mayores. Nadie sabe cómo ni porqué ardió la casa de los abuelos. Los que lograron escapar ríen en cada ocasión que recuerdan lo que dijeron en otros días los abuelos: Con la candela no hay perro flojo.
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Nadie lo puede creer. La abuela no quiere morir a pesar de haber alcanzado el infinito número de los cien años inmortales de los aburrimientos mortales; el tiempo en el que todavía los elefantes se extasían en las bondades de las horas. Ayer murió el abuelo, quien para sobrellevar la angustia del vivir se iba a la arena blanca del mar a garabatear extraños patos de otros universos, que el adivinaba sin desearlo. En ese ir y venir de casa al océano y del mar a la casa también se han muerto varios nietos y sobrinos alquilados en el territorio. No han soportado por accidente la muerte, que es más bien un acontecimiento. A la abuela la tiene olvidada para siempre la vejez. Le han adelantado la ceremonia de difunta y eso la tiene sin cuidado. Yo he jurado en vano no alcanzar los límites del siglo y he prometido provocar o inventar un animal asesino para que acabe de una dentellada todos mis días vivos, que los borre, escribiré en otro testamento.
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Y entonces intentó morirse otra vez y se tomó de un solo tiro el tósigo. Al rato se transformó en el ser más rápido en aprender a sortear la muerte. Y no hubo otra manera de morirse porque él era ya otro ratón más del mundo.
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No, y no me siento viejo. La vejez es otra etiqueta como la de los 15 años. ¿Qué es la vejez? ¿Qué es la adolescencia? Si se le preguntará a un hombre mayor hablaría de la filosofía del vivir, la poética y la resistencia del cuerpo al camino indetenible del tiempo y si le preguntará a un jovencito, éste le diría lleno de felicidad que él es un fenómeno de la biología humana antes que animal. No introducirá la filosofía del bienestar porque los jóvenes se creen inmortales, pero quién lo creyera, también se enferman. Y la enfermedad es una señal prematura de la vejez.
Ambas edades extremas dependen de los preconceptos y los prejuicios sociales.
Lo que yo creo después de andar entre cielo, tiempo y tierra es que nadie es joven ni viejo a pesar de los años. Hay jóvenes que se sienten viejos y hay viejos que todavía se sienten jóvenes. Y hay jovencitos que desean que les llegue la vejez tan rápido como una centella.
No es necesario inventar nada contra las edades medias y extremas. Somos lo que somos y punto. Sigo siendo joven y solo con la enfermedad y la muerte estaré viejo.
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Amor, le decía, yo quiero morirme de ti y la dejaba con su soledad de los días martes hasta el día siguiente, y otra vez en la noche, Amor yo quiero morirme de ti, y otra vez hacíamos el amor como animales salvajes, y le decía otra vez, Amor yo quiero morirme de ti y ella resuelta decía,
Mátame, vamos, mátame.
Y resultábamos muertos de amor hasta el día siguiente de toda la vida.
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De la depresión nadie sale ileso. Hoy hay mayor fragilidad y vulnerabilidad que antes. Y vamos por la ciudad con la misma delicadeza de un mosquito de barrio y cualquier aplauso festivo nos puede aplastar de repente.
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Al psiquiatra le digo no, no señor, no estoy loco, lo que tengo es apenas una mínima fisura en la mente. Y el maldito no me cree. Entre bomberos nadie se pisa las mangueras le digo. Vuelve a observarme como cuando uno mira un cerdo con cola de burro. Lo escucho decir cosas, pero no atina a pegarle al enfermo que vive dentro en mí. Me deja solo un instante buscando el diccionario de los vocablos enajenados. Me pregunta si quiero volar y yo no lo dejo terminar, salgo para la trastienda a buscar la palabra vuelo. Todavía la busco entre piedras y gente solitaria. El loquero espera desesperado al enfermo que vive en mí, al que vive incómodo entre tan sanguaza y huesos heridos.
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La diferencia entre leer y escribir es sustancial. Cuando lees, lees las palabras escritas por un autor conocido o desconocido que ha logrado filtrarse en tu alma. Puede estremecerte de emoción o no. Pero cuando eres tú el que escribe, entonces eres el que logra rebuscar en tu interior el misterio de tu vida y a través de la palabra escrita entresacar de tus entrañas lo no conocido, lo que nunca habías logrado experimentar en conciencia viva. Escribir es una habilidad vital muy diferente a leer. Porque la lectura es una aceptable invasión lúcida del autor del libro que lees. Es una invitación o un acuerdo de silencios entre el autor y tú, en tanto que escribir es otra vivencia, la activación de una voz inconsciente, incierta, mientras transitas por un camino obscuro y recargado de obstáculos. Antes de escribir, es mi caso, me conocía muy poco, menos del 50%.
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Estoy nadando en la voluminosa nada, atascado en la montaña de barro de mi vida cotidiana, atado a los círculos infernales de la repetición. A veces siento que nado en el vacío y sin destino cierto. Un pájaro aburrido de tanto volar en un cielo infinito y ocre.
En otras ocasiones siento la soledad de la carne, su aislamiento del mundo y estoy absolutamente convencido que la creencia de ser alguien es un tema de ego y me resisto a ir más allá de la carne, a salir de mi cuerpo.
No es fácil enfrentar existencialmente está crisis de medio día sino tienes una salida de salvación personal, posible salvación, un libro, por ejemplo, buenas conversaciones con amigos salvavidas, escritura creativa, un viaje en el territorio conocido, unas buenas noches o unas buenas mañanas, o cualquiera otra cosa trascendente.
Alguien apuntó tinoso con su dedo índice (en alguna parte de una página mágica) al universo para introducir el alma en un libro, o más bien en la escritura, que es tan salvadora y terapéutica como la droga misma de la calma.
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Estoy prisionero de los invasores, intrusos que nadie les ha permitido la entrada a casa. Han llegado mimetizados en la ruidosa música de la radio y otros aparatos gigantes de otros posibles mundos. Son bípedos y ríen a dentelladas caníbal como perros de la calle. Se repiten cada día y muelen a golpes de martillo las horas en la mecánica invisible de rutinas salvajes y peligrosas. Hay que detener la máquina de la tortura, cegar el estruendoso ruido externo de la tierra para calmarla y que el silencio como el viento movilice la nostalgia de las tres selvas para que termine en la ronda de los recuerdos de cien árboles abuelos. Mi viejo me mira con los ojos que oyen y hablan. Dice, Hijo, nadie ha podido hasta el día de hoy callar un imposible.
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Nadie ha podido entender las claves misteriosas del amor. Los que han intentado descifrarlas han besado las llagas de Cristo en el rostro amado. Y no ha sido suficiente. Como niños han roto los vasos de la amargura, y los que lo han intentado dos veces, terminaron danzando en el abismo del dolor, y todavía viajan en el lejano universo lunático de los locos de amor.
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Solitaria caía el agua en las pacientes hojas del silencio, rumor de abrazos de gotas frescas, euforia y baile en la tarde y sentimientos de calmadas tristezas en el gran universo de la noche. Algún dios del aire soltó miles de grifos celestes y eso bastó para la espiritualidad de la tierra.
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Por el orificio de la luna 🌙 se veía íntegro el universo. Impávido me observaba a sí mismo en la luna 🌒 del cuarto. No sabía todavía lo que se podía mirar a través de ella🌙.
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No hay manera de soñar con otro día si lo persigue el cáncer de la muerte. Una mujer se aproxima desnuda, lo mira y alarga el caminar. El mar es incontenible. Él se asombra después de verla sonríe. Y enseguida se escucha el único disparo. La brisa del océano lo olfatea y le besa los pies.
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Estaban las huellas en la arena. Y eran suficientes para huir. Él y ella decidieron quedarse en casa y en total indefensión. La radio contó lo de los perros hambrientos. Se encontraron besos y más allá de la arboleda las caricias calientitas de la pareja. Nadie sabe que le ocurrió al amor.
Del libro borrador “Imaginando el fuego.”
Pedro Conrado Cúdriz, autor entre otros libros de La mano pinta lo que sueñan los dedos; El niño que quería pintar el cielo; Noticias de un diario literario.
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