Por: Pedro Conrado Cudriz
Apreciada señora:
Nada ni nadie me devolverá a la mujer que un día amé. Ella se quedó en mí, inmaculada, y la otra, la infiel, la que usted representa, se marchó con sus nuevas ilusiones a otra parte.
No tengo porque reclamarle nada a la vida, ni al universo, ni al amor, menos a usted. El río arrasó todo y viaja inocente todos los días.
Queda claro que no nos debemos nada y como los pájaros, volar es nuestro destino. El amor es a veces una trampa.
Le digo que no la guardo a usted en mi corazón, sino a la mujer que un día me prometió el cielo y me lo donó gratis.
A ella la seguiré amando en la eternidad.
Que usted haya decidido abandonar la barca en el muelle, lo comprendo. Siempre abandonamos algo o a alguien. Esa es otra de las razones que pueden explicar la ausencia de los rencores. Y estoy de acuerdo con usted.
Nadie es esclavo de otro.
El mundo ha sido mundo desde los tiempos de la prehistoria, porque en la historia de la humanidad los seres humanos siempre nos hemos comportado con el egoísmo de la sal. Siempre. El abandono es algo parecido a lo que hace el pájaro cuando se aproxima el duro invierno, deja el nido.
Se va muerto de nostalgia, pero se va. Algunos regresan a casa, otros se quedan y otros se pierden en la ruta.
La fidelidad también se agota paralelamente al amor. Nadie es responsable. Cuando el pájaro que vuela cae fulminado a tierra, ni siquiera el Diablo es culpable de este destino.
La infidelidad no es ningún pecado, ni es tampoco un defecto del amor. Es más bien parte de la naturaleza humana, de la incapacidad del amor por retenerse a sí mismo. Cuando se agotan los afectos, lo mejor es escapar de una guerra avisada. Nadie quiere traicionar a nadie. El dos dejó de ser comunión y se disolvió sin ninguna de las fórmulas de la ecuación amorosa.
La voy a recordar no a usted, sino a ella como se recuerdan a los mejores amores, los que nos queman la piel del alma, los que sembraron sus buenos recuerdos bajo la sombra de los besos.
Qué le digo, señora mía, qué le deseo, de alguna manera que ojalá su nuevo amor sea un dictador del trópico, un sátrapa sin ley y sin amor, o un egoísta sin redimir, uno de esos monstruos que se cuentan con una mano. Ese es mi puro y decente deseo, señora.
Adiós.
Es una bella metáfora, este texto a la mujer cuyos rasgos amorosos son parte de la memoria que la revive, escribiéndole en un acto catártico y de purificación. Es el amor puro que permanece y la actitud infiel que se desdeña, escapándose sin vergüenza. El narrador no es el cornudo resignado – término utilizado por Ángelo Pachcchini, en su libro: Tratado sobre el amor – , sino el hombre que acepta quedarse con la primera versión de amor y guardarla para toda la eternidad en un acto de valor. El desearle un “egoísta sin redimir”, a esa otra infiel, es la dulce venganza hacia la impudicia de la mujer, y evitar caer en la “estúpida y envejecida opinión” del feminicidio, como señala Piccolomini, desde la filosofía, citado por Pachcchini. Al final, la mujer sacrificó el amor legitimo a los libidinosos. Al final, el Eros infiel termina tomando cartas en el asunto.
Tremendo Pedro