Por: Larrys Fontalvo Rodríguez
“Sed buenos vosotros mismos, y no tendréis necesidad de inculcar la virtud a vuestros hijos.”—Jean-Jacques Rousseau
En algún momento de nuestras vidas —si las circunstancias y la estadística nos lo permiten— somos hijos, y también padres. Pasamos de ser receptores de normas, exigencias y modelos, a ser quienes las impartimos. Es un ciclo aparentemente natural, pero lleno de contradicciones que suelen pasarse por alto.
Desde niños, se nos instruye bajo una fórmula que combina valores, estrategias de supervivencia y mandatos sociales. Se nos enseña a ser respetuosos, obedientes, responsables. Sin embargo, muchas veces ese aprendizaje no proviene de ejemplos vivos, sino de discursos vacíos o conductas impuestas. Y así, crecemos entre mensajes que no siempre coinciden con las prácticas que vemos.
En la infancia, el desarrollo cognitivo comienza a despertar preguntas que no siempre estamos listos para responder: ¿por qué debo respetar si no me respetan?, ¿qué es la responsabilidad si nadie me la muestra?, ¿por qué se exige algo que no se practica? Lo que para muchos adultos parece una etapa de “rebeldía” o “impertinencia” es, en realidad, un acto legítimo de pensamiento crítico.
El entorno social, lejos de ayudar, multiplica las tensiones. Se espera que todos los ciudadanos se comporten según ciertos ideales: respeto, legalidad, equidad, empatía, inclusión. Pero los propios referentes que representan esos ideales muchas veces los incumplen. Peor aún, hay sectores que incluso avalan esas transgresiones. Entonces el niño observa, compara, y empieza a sospechar que hay algo que no encaja. Y tiene razón.
Es ahí donde explota la incoherencia. Donde la exigencia se convierte en imposición y la orientación en violencia. Se le dice al niño que debe comportarse, pero se le grita. Se le pide respeto, pero no se le escucha. Se le habla de responsabilidad, pero nadie le muestra cómo se ejerce.
Como docente, me encuentro muchas veces ante ese dilema. Formamos estudiantes bajo la premisa de que todos los valores enseñados deben ser universales, pero ellos ya han percibido que no todos los cumplen. Y no se equivocan. Observan las contradicciones de los adultos, de las instituciones, del mundo. Y nos preguntan, con toda la honestidad de quien aún no sabe mentir: ¿Por qué yo sí debo cumplirlo si ellos no?
¿Qué hacer? ¿Cómo responder sin caer en la hipocresía, sin romper la esperanza, sin negar la complejidad? ¿Cómo educar en medio de un sistema que no siempre educa, sino que impone, que exige, pero no se examina?
A veces la respuesta más sensata es admitir que no tenemos todas las respuestas. Que este mundo está lleno de fallas, pero que hay belleza en el esfuerzo de construir una vida coherente. Tal vez no podamos cambiar toda la sociedad, pero sí podemos ofrecer un ejemplo digno, imperfecto pero sincero. Y eso, en tiempos de tanta falsedad, ya es un acto profundamente revolucionario.
Entonces, cuando mis hijos me pregunten otra vez, tal vez les diga:
“No tengo todas las respuestas, pero sí tengo el compromiso de enseñarte con mi ejemplo lo que creo que es justo, aunque el mundo a veces no lo sea. Y si alguna vez fallo, estaré aquí para reconocerlo contigo”.
Porque educar no es solo enseñar lo correcto. Es también ser lo suficientemente humano para admitir lo que no lo es.
Más historias
Las palabras justas
No nos matemos más
Ser mujer en el sector público: un acto de valor y de legado