Por: Larrys Fontalvo Rodríguez
“El problema no es que los jóvenes no quieran aprender, sino que no encuentran para qué vivir.”
— Viktor Frankl
Vivimos una época donde casi todo ocurre frente a una pantalla: la información, la risa, la conversación, el juego, incluso el amor. Las pantallas se han vuelto extensiones de nuestra mirada, de nuestra voz, de nuestra memoria. Pero también se han convertido —silenciosamente— en espejos rotos donde muchos jóvenes buscan su identidad y solo encuentran fragmentos vacíos.
En los municipios del departamento del Atlántico, así como en el resto del país, cada vez más niños y adolescentes caminan con la cabeza agachada, no por timidez ni respeto, sino porque van hipnotizados por un teléfono. Ya no observan los árboles, no saludan a los vecinos, no se detienen a mirar el mundo. Viven en otro plano, uno hecho de filtros, likes, notificaciones y contenidos efímeros. Y el precio que están pagando no es menor: están perdiendo la conexión con el sentido de la vida.
Las redes sociales, los videojuegos adictivos, los contenidos virales… todo está diseñado para atrapar, para estimular, para gratificar rápido. Pero lo que entregan es fugaz. Se consume en segundos y deja, más que saciedad, un vacío. Un vacío que no se llena con más videos ni más memes, sino con experiencias reales, vínculos auténticos y metas que valgan la pena. En otras palabras: con sentido.
El hambre de sentido es una de las carencias más urgentes de nuestro tiempo. Es una forma de pobreza invisible. Los jóvenes no solo quieren entretenerse: quieren entender por qué están aquí, qué valor tiene su vida, qué pueden aportar. Pero cuando lo único que reciben son estímulos vacíos, modelos falsos de éxito y métricas superficiales de valor —seguidores, vistas, reacciones—, terminan creyendo que eso es lo único que importa. Y no lo es.
Esta desconexión tiene efectos profundos. La desmotivación escolar, los trastornos emocionales, el aislamiento social, la ansiedad y la agresividad son apenas síntomas. El problema de fondo es que, en lugar de nutrir su espíritu con preguntas, con desafíos, con belleza, con comunidad, muchos jóvenes están siendo alimentados con ruido, con prisa y con apariencias.
Y la pregunta que debemos hacernos como sociedad es clara: ¿qué estamos haciendo al respecto? ¿Seguiremos culpando a los jóvenes por su apatía mientras les entregamos dispositivos sin orientación, sin límites y sin propósito?
La solución no pasa por satanizar la tecnología. Las pantallas no son el enemigo. El problema es cómo, cuándo y para qué las usamos. Una pantalla puede ser una puerta al conocimiento, al arte, a la conexión humana… o una trampa de distracción y superficialidad. Depende de quién la use y con qué conciencia.
Por eso, urge educar para el sentido. Urge formar a los niños y jóvenes para que puedan discernir entre lo que entretiene y lo que construye, entre lo que distrae y lo que transforma. Necesitamos enseñarles que la vida no se mide en likes, sino en huellas. Que el éxito no está en ser viral, sino en ser valioso. Que el propósito no se encuentra en una tendencia, sino en el encuentro consigo mismo y con los demás.
Las familias deben volver a ser escuelas de conversación, no solo de normas. Deben enseñar con el ejemplo que la atención es un regalo, que la presencia es insustituible y que el tiempo compartido vale más que cualquier video. Y las escuelas, por su parte, deben dejar de competir con las pantallas y empezar a ofrecer lo que ellas no pueden: sentido, comunidad, trascendencia.
En cada joven hay una pregunta latente: “¿Para qué todo esto?” Si no respondemos con verdad, con afecto y con coherencia, otros lo harán. Y muchas veces, lo harán desde la mentira, desde el vacío o desde la manipulación emocional.
En un mundo saturado de imágenes y estímulos, el desafío no es mostrar más cosas, sino ayudar a mirar de verdad. A mirar hacia adentro, hacia los demás, hacia el futuro. Porque solo cuando un joven descubre su propósito, deja de ser espectador de su vida y empieza a ser protagonista.
Las pantallas no deben robarnos la mirada ni el alma. Solo el sentido puede devolvernos lo esencial. Y en esta lucha silenciosa entre la distracción y el propósito, educar ya no es una opción: es una urgencia ética, cultural y humana.
Lo que se sabe es dramático. La escuela no tiene bibliotecas; la mayoría de las familias no tienen bibliotecas. Las bibliotecas municipales no tienen muchos lectores. Los libros no atraen a nadie. La escuela usa la lectura para los exámenes. La escuela no investiga ningún fenómeno, no entrega en la crtica. Debería inventarse una Escuela para obtener el hábito lector. Recortar las trece materias y dejar las básicas para ampliar la libertad mental.
Interesante reflexión sobre cómo las pantallas han transformado nuestra forma de vivir y relacionarnos. Es cierto que muchos jóvenes parecen estar atrapados en un mundo virtual, desconectados de la realidad y de sí mismos. Me pregunto si esto es solo culpa de la tecnología o si también hay una falta de guía y acompañamiento por parte de los adultos. ¿No crees que deberíamos enseñarles a usar estas herramientas de manera más consciente y crítica? Además, ¿cómo podemos fomentar experiencias reales y vínculos auténticos en una sociedad tan digitalizada? Me parece que el problema no es solo de los jóvenes, sino de todos nosotros. ¿Qué opinas? ¿Cómo podemos cambiar esta dinámica y recuperar el sentido de la vida en medio de tanta distracción?