Por: Pedro Conrado Cudriz
La búsqueda
Supongo que el arte es otra mirada. ¿Poesía? ¿Belleza? ¿Otro cuento? Nunca defensa de nada. Simplemente la ponderación de lo estético. Acto gratuito para los ojos del alma. ¿Y del cuerpo qué? No es el espectáculo de la carne en exposición pública, sino la experiencia cultural de un universo de gentes olvidadas.
Busco que el observador identifique el cuerpo del flagelante como el territorio de almas del pueblo.
Los pies
Una película turbia los cubre de pies a cabeza, mientras se agigantan en mi memoria. Los he visto siempre, los del abuelo Nolasco, pies campesinos, pies flagelantes. O los pies dignos de los líderes sociales, dolidos y sacrificados por la muerte. Puede que sea una fotografía de los años 70, de la revista Alternativa, pero son esos pies gigantes los que ahora recupera mi memoria. Casi no caben en la página ni en mis recuerdos. El talón calloso, fuerte como un roble, con las huellas de la guerra, de la lucha con y por la tierra. Poco a poco la guerra los desapareció y les quitó la tierra. Cuando veo algunos en las calles de Colombia, los distingo por la callosidad, por la fortaleza del roble, o por las goteras de la sangre del flagelante, pero ya no hay tantos árboles en la ruta. Esta clase de hombres se han ido y no nos hemos dado cuenta. La vida también.
La sangre
Corre por las avenidas, las montañas y ciudades, y en los barrios interiores del hombre. A veces se desborda su cauce y el corazón amenaza con estallar. Con cada zancada del mandante hay barrios que desaparecen arrastrados por el oleaje y la fuerte corriente, que desciende a mil metros por segundo, mientras los pasos se aceleran en la arena ardiente de la calle de La Ciénaga. El calor sofocante penetra la piel y adelgaza el espesor del viscoso liquido rojo para que fluya con mayor fuerza, hasta que un domador se atreva a iniciar el ritual de los golpes en el mayor de los territorios del cuerpo, una, dos, tres y cien veces. Y de pronto, un corte y enseguida el chorro, una pluma, el manantial y la sangre fluyendo a borbotones por la llanura. Gritos, asombros, silencios, desmayos. Y el gentío con los ojos de la piedad observa otra vez el fluir de la sangre en un escenario público y en un territorio vivo. Brota a voluntad, provocado por unas manos sanantes. Y la sangre otra vez imparable, y golpe a golpe no dejará de correr o danzar con el flagelante. Dos pasos hacia atrás y tres hacia adelante y hasta que la pollera blanca se tinture del rojo sangre, de ese rojo adentro de nosotros en el que cada observador del viernes santo recuerda el que cae acribillado en cualquier esquina de Colombia. O de aquellos jóvenes enamorados, que ardiendo de fiebre de besos y a punto de colapsarse el corazón, se buscan con los ojos, con los brazos, con las manos y con los restos del cuerpo. Y hasta que el territorio, en especial las venas se cansen de regalarle al mandante el líquido espeso que atrae al otro, la sangre no dejará de brotar. Y quizá esta sea la misma sangre de las corralejas y las galleras, la misma sangre por la que la multitud se cita para disfrutar o compartir los mismos sentimientos o emociones que depara el territorio. O sea, ver la sangre correr entre las astas de un toro y observar la vieja piel del pobre hombre herido por las cuchillas de la desesperanza.
El territorio
No son los huesos, ni la sinrazón, es esta fortaleza de músculos, que aceitamos todos los días en los gimnasios, la embellecemos y la cuidamos con esmero en los centros de cirugía estética de la ciudad. O es esta carne débil que florece en cada acto amoroso y luego se derrama en la fisiología de un orgasmo puro o fingido de amor. O es aquella escatología del desfogue diario de la deyectación, vieja condena humana de la humildad y los apurados sacrificios del cuerpo. O es la eterna tortura corporal de los infantes, adobada por los supuestos amores maternos o paternos. O es esta manera repetitiva de martirizar la estructura corporal para agradecer a un dios distante, lo que no ha podido hacer la ciencia.
El rostro
Viejo como una montaña sagrada, sin lujos ni grandes edificaciones que nos espanten o asombren. Simplemente es la pendiente por donde se precipitan los ríos de la esperanza y aquella misteriosa corriente de fe, que brota debajo de los labios y resulta pesada para trasladar la montaña, o moverla a otros lugares de paz eterna. Quizá sea el espejo infinito del territorio con sus dos lentes de agua salvaje, dos gatos negros para asustar a la muerte.
Las manos
Es parte del territorio más llano y el menos pretencioso de todos; es el espacio del azar y los milagros. Un camino para sanar, tocar, herir y fundir el alma. En la ruta de la sanación de la Ciénaga quizá se atrevan algunas a herir el territorio con aquellas manos de olvido, que al tocar la guitarra fracturan los silencios. No es intencional ni tampoco inocencia. Es el deseo de curar el que procura el ensayo, o la ciega tradición de unas maneras de ser que, apuntan a la búsqueda del milagro.
Dios
Todavía no he podido encontrar en todo el territorio, las evidencias de la existencia del Dios cristiano. No las he encontrado en nada, ni siquiera en la creación del acné, seguramente hecho para el asombro. Lo que he logrado capturar son otras evidencias, el esfuerzo diario y sobre humano del hombre por reinventarlo y luego conservarlo y amarlo como a la Coca-Cola.
El alma
Es lo más misterioso del territorio y persiste en ocultarse en las conexiones neuronales del cerebro. Una ilusión o realidad metafísica para afrontar la vieja y pesada animalidad humana. O tal vez sea el miedo de perderse en la bestialidad de algún desastre.
Es otro mito metafísico. Y señales no hay. Sin embargo, están los mojones espirituales a la vera del camino: las cruces en el cuerpo, la sangre derramada con sentido familiar, el capirote, la disciplina, la pollera. Extraño, pero así ha sido siempre el hombre en todos los tiempos. Un buscador de las energías del alma.
El territorio infinito
Nadie puede atreverse a pensar que el cuerpo sea una especie de cárcel si le ha visto sus atajos libertarios. La búsqueda y los ensayos son simple experiencias para probar su viaja manía de la rebeldía, que desea escapar de los conquistadores. Y no es la disciplina o el látigo la amenaza. Es la imposición papista de la tradición, la que pone en peligro los límites territoriales, la que impone la disciplina del pecado y la oscuridad en la vida del hombre.
El dolor
El sufrimiento, el martirio y la sangre son toda una mancha oscura en el continente. Un invento religioso para las expiaciones de las culpas del pecado. Es el relato del cuerpo para develar el territorio como un ente violado. La punzada interna, la herida apenas provocada para la historia.
Radiografia de la flagelacion vista desde el lente inquisidor del escritor…..
Excelente mi hermano.
Cito parte de mi poema, Nada es Nuestro:
“…Nada es nuestro en este planeta.
La sangre ha sido ofrecida a los dioses, a los vampiros, al tirano, al invasor…
Un buen ejercicio poético a partir del cuerpo, de la corporeidad, como bien lo explica Eugenia Trigo, profesora española. Este ejercicio ilustra la corporeidad vivida en toda su extensión, incluso, en la dimensión espiritual y el alma misma. Es comprensible si el penitente es consciente del sufrimiento en este ritual religioso, pero muy triste si sólo es concebido como un acto mecánico su flagelación. Sentir el cuerpo, el cuerpo propio, a partir de la conciencia, de la corporeidad misma donde se aúnan, la integralidad humana, sin ningún tipo de escisión. El texto es una metáfora de la corporeidad material hasta los fluidos que corren por su fisiología. Es el cuerpo puesto a prueba a través del sufrimiento, que sobrepasa los límites en aras de una utópica trascendencia. Al ver el desfile de los penitentes, solo me pregunto sobre el cuerpo, evocando a Neruda: “Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme”. ¿Adónde se fue ese encanto transgredido por el sufrimiento?