Por: Pedro Conrado Cudriz
La muerte siempre nos golpea y nos asombra y sigue siendo un misterio para todos los vivos. Aunque veamos el cadáver del hermano, o los despojos corporales del tío querido en el ataúd, la muerte siempre será invencible, irreconocible e invisible.
Y, aunque sepamos todo esto, todavía no nos acostumbramos a ella. Le tememos y la maldecimos para ahogar el sufrimiento y el dolor que nos genera.
Esta experiencia nos pasa a todos los humanos y todos los días. Alguien escribió que la muerte es un invento del hombre. Ya sabemos que a los demás seres vivos del planeta no les importa morirse, porque ellos no tienen conciencia de la muerte, aunque luchen a diario por sobrevivir en un escenario salvaje.
En mis conversaciones cotidianas con el escritor Ramón Molineros, siempre le he dicho que la muerte es un programa inteligentemente biológico de la vida. Unos duramos respirando en el escenario del vivir tres años o menos, algunos 100 o menos y otros más de 140 años como lo planteó Daniela J Lamas en un artículo dominguero en El Espectador. Pero nadie se ha salvado de la muerte todavía.
Jairo Berdugo de la hoz, mi cuñado, era consciente intuitivamente de estas reflexiones y estoy seguro que él nunca imaginó elevar anclas para viajar tan temprano. La muerte lo sorprendió como a nosotros en el mes menos indicado, enero.
No imagino su lucha desesperada y su sufrimiento por seguir vivo. Nosotros también lo hacemos a diario acá, en este mundo estrafalario y caótico. Pero no lo advertimos.
“Cuñado – me dijo alguna vez en esas conversaciones imprevistas que mantenía con él -, contra ella no hay poder que valga. Es más poderosa que la vida entera, porque la muerte es eterna.”
La inmortalidad es una utopía humana.
Él y yo teníamos las evidencias de vida y de muerte de estas y otras aseveraciones.
La muerte no es gratuita, porque nos obliga a darle sentido a la existencia humana. Alguno que otro epicúreo o descreído cree en la inutilidad del sentido si al final morimos. Sin embargo, la muerte nos empuja a buscarle sentido al dolor, a la vejez o al sufrimiento. Por eso el hombre ha terminado inventando la filosofía y la religión. Ambas nos procuran paz espiritual. La primera nos ayuda a poner los pies en la tierra, nos obliga a hacernos preguntas, y la segunda nos regala otra oportunidad de vida lejos de los vivos, y en otras latitudes. Es el vigor de la metafísica y el arte de la magia religiosa.
Jairo Berdugo tenía una actitud noble y agradecida hacia la vida. Esa era otra de sus riquezas espirituales. Así como amaba a Franco su sobrino pequeño, también amaba a Bruce, el perro de casa. Hay un video flotando en la nube de las redes sociales que nos quiebra el alma. Se le ve interactuando con ambos seres vivos sin establecer diferencias. Definitivamente tío Jairo, mi cuñado, no era humano, estaba hecho de otro material. Su decencia humana contrastaba con la decencia animal de muchos de sus coterráneos. Para molestarnos nos dejó su legado, su estoicismo ético.
Jairo es de esos tipos nobles que hacen falta,sus reflexiones profundas nos servia para comprender este mundo