Por: Pedro Conrado Cudriz
La violencia ha sido la marca de la identidad nacional. Ha sido imparable desde antes del colonizador español y también desde la independencia. Tenemos mayor claridad en el tema de la violencia física, que en el tema de la violencia simbólica. Porque esta última se oculta detrás de algún enmascaramiento de cemento: una escuela nueva, un parque nuevo, un estadio de fútbol, o un hospital. Obras que leemos útiles o bellas. Es incluso violento buscar un espacio físico para la celebración de una fiesta pública como la patronal, mientras callamos el bárbaro cercenamiento de la plaza central del municipio.
¿Quiénes y por qué se atrevieron a violentar institucionalmente la plaza principal de Santo Tomás de Villanueva, la más grande del departamento del Atlántico?
Fue igualmente violento no preguntarle a la gran mayoría de los tomasinos por la transformación de la plaza principal. Y sigue siendo violento callar y no persistir en cuestionar la arbitrariedad del gobernador y el alcalde de turno de la época. Y fue violento no emplazar a la actual gobernadora del Atlántico para reponernos lo que nos quitó o esquilmó Verano de la Rosa.
¿Dónde vamos a celebrar el reinado del carnaval intermunicipal? ¿Dónde será la improvisación? ¿Cómo fue posible que ocurriera tal transformación física de la plaza, mientras todos seguíamos despiertos?
La pasividad tomasina asombra por dejar hacer y dejar pasar y por dejar que los alcaldes hagan lo que les venga en gana. La violencia consiste también en que se hacen elegir para no representarnos. Algunos alcaldes son de agua y otros de arena, pero la tiranía consiste en administrar mal y personalmente los dineros públicos que son de todos. Como bien escribió William Ospina en El Espectador del 25 de septiembre: “… es un error grave pensar que solo son corrupción los grandes robos y los grandes desfalcos: toda la arbitrariedad, el irrespeto y la injusticia sistemáticas de nuestra historia eran ya corrupción, y eran sobre todo escuela de corrupciones. Es corrupción que no haya espacios públicos pensados para todos, que no haya un transporte público eficaz, que el que paga impuestos no reciba una contraprestación eficiente en servicios básicos, en oportunidades, en protección, en tranquilidad.”
La violencia campea, o lo que es lo mismo, la corrupción, cuando a las gentes les da lo mismo un burro que un caballo.
A veces la fiesta es un apaga fuegos, alienación, enajenación, extrañamiento, un antifaz que oculta el verdadero rostro de la pobreza social de un sector de la población. Y el que nos gobierna no puede convertir el pueblo y el territorio en un circo romano, mientras las cosas en la misma geografía no son humanamente las mejores, como el agua de lluvia acumulada en los límites de lo invivible, u observar un puñado de niños recicladores ganándose la vida en el corazón y la rabia de numerosas familias, que observan la injusticia. Y sin saber si están escolarizados o descolarizados. Hay momentos de tal trascendencia local que hay que pensar en prioridades.
Las fiestas van y vienen y hay que dejar de pensar en los calificativos de fiestas malas, buenas o mochas. Y sin espacios físicos es violento imponer en media cuadra una fiesta desfasada de la fiesta clásica, porque maltratamos a la gente, que asombrada e impotente observa como le colocan todo el aparataje fiestero para una noche infernal.
Todas las obras no son amores
La violencia ha sido la marca de la identidad nacional. Ha sido imparable desde antes del colonizador español y también desde la independencia. Tenemos mayor claridad en el tema de la violencia física, que en el tema de la violencia simbólica. Porque esta última se oculta detrás de algún enmascaramiento de cemento: una escuela nueva, un parque nuevo, un estadio de fútbol, o un hospital. Obras que leemos útiles o bellas. Es incluso violento buscar un espacio físico para la celebración de una fiesta pública como la patronal, mientras callamos el bárbaro cercenamiento de la plaza central del municipio.
¿Quiénes y por qué se atrevieron a violentar institucionalmente la plaza principal de Santo Tomás de Villanueva, la más grande del departamento del Atlántico?
Fue igualmente violento no preguntarle a la gran mayoría de los tomasinos por la transformación de la plaza principal. Y sigue siendo violento callar y no persistir en cuestionar la arbitrariedad del gobernador y el alcalde de turno de la época. Y fue violento no emplazar a la actual gobernadora del Atlántico para reponernos lo que nos quitó o esquilmó Verano de la Rosa.
¿Dónde vamos a celebrar el reinado del carnaval intermunicipal? ¿Dónde será la improvisación? ¿Cómo fue posible que ocurriera tal transformación física de la plaza, mientras todos seguíamos despiertos?
La pasividad tomasina asombra por dejar hacer y dejar pasar y por dejar que los alcaldes hagan lo que les venga en gana. La violencia consiste también en que se hacen elegir para no representarnos. Algunos alcaldes son de agua y otros de arena, pero la tiranía consiste en administrar mal y personalmente los dineros públicos que son de todos. Como bien escribió William Ospina en El Espectador del 25 de septiembre: “… es un error grave pensar que solo son corrupción los grandes robos y los grandes desfalcos: toda la arbitrariedad, el irrespeto y la injusticia sistemáticas de nuestra historia eran ya corrupción, y eran sobre todo escuela de corrupciones. Es corrupción que no haya espacios públicos pensados para todos, que no haya un transporte público eficaz, que el que paga impuestos no reciba una contraprestación eficiente en servicios básicos, en oportunidades, en protección, en tranquilidad.”
La violencia campea, o lo que es lo mismo, la corrupción, cuando a las gentes les da lo mismo un burro que un caballo.
A veces la fiesta es un apaga fuegos, alienación, enajenación, extrañamiento, un antifaz que oculta el verdadero rostro de la pobreza social de un sector de la población. Y el que nos gobierna no puede convertir el pueblo y el territorio en un circo romano, mientras las cosas en la misma geografía no son humanamente las mejores, como el agua de lluvia acumulada en los límites de lo invivible, u observar un puñado de niños recicladores ganándose la vida en el corazón y la rabia de numerosas familias, que observan la injusticia. Y sin saber si están escolarizados o descolarizados. Hay momentos de tal trascendencia local que hay que pensar en prioridades.
Las fiestas van y vienen y hay que dejar de pensar en los calificativos de fiestas malas, buenas o mochas. Y sin espacios físicos es violento imponer en media cuadra una fiesta desfasada de la fiesta clásica, porque maltratamos a la gente, que asombrada e impotente observa como le colocan todo el aparataje fiestero para una noche infernal.
Más historias
El flagelante, territorio sacro
La religión en los colegios
El juego del dolor