Por: Pedro Conrado Cudriz
“Pero el asunto se complica cuando uno tiene que confesar un amor por una ciudad como Bogotá, pobre, fría, sin mar, déspota y, para empeorar las cosas, con fama de violenta. Es como estar enamorada de una cabaretera vulgar con una vida inconfesable.” Mario Mendoza, La locura de nuestro tiempo
Les confieso que alguna gente se sorprende al escuchar de mis labios que he vivido toda la vida en Santo Tomás. Y entonces, preguntan: ¿Por qué la crítica tanto? Porque es un amor defectuoso, respondo. Un amor adolescente. Mi primer amor. Y prosigo: este mar necesita más buceo y buceadores.
Mi primer amor. Amo sus calles, el verde, odio la plaza de hoy, amo la esquina de la barita de caña, la calle de la ciénaga, la iglesia, amo su fealdad, las aguas recorriendo las calles como turistas inaceptables.
Y digo:
Este es tú pueblo, hermano. Por sus hermosas casas y autos y sus gentes lindas parece un pueblo inteligente.
Sin embargo, es una comunidad ruidosa, invivible y peligrosa para sí misma. A veces, muchas veces, me permito dudar de su caótica y frágil civilización, ese rastro de música y alboroto.
Uno observa a los chavales practicando su deporte favorito, su danza favorita, felices, vitales, danzantes, pero no los vemos con un libro en las manos ni los observamos asistir a la biblioteca como ocurre en otras ciudades, como Bogotá, o Medellín. Algo les está ocurriendo a pesar de ser felices, algo les hace falta, algo los mantiene en el limbo, robóticamente ausentes de la esencia de la realidad.
En la Feria del libro que acaba de terminar dejaron de asistir porque no los apuntaba la flecha de la escuela.
Soy testigo de los esfuerzos que han hecho algunos conciudadanos para proporcionarle a los pelaos otra clase de felicidad. A estas personas les he visto la frustración en el cuerpo. A veces dudo de la felicidad inocente de los niños y adolescentes, a veces dudo de todo.
Hace pocas semanas, en día viernes, me escapé de casa y le abrí la ventana al fulanito ermitaño que llevo dentro para que observara el mundo donde vivo. A las diez de la noche todos los negocios de consumo alcohólico y sin, por supuesto, excluir algunas panaderías, todos estaban a reventar de público. Algo raro, algo enajenante está ocurriendo en Santo Tomás. Parece una comunidad sin salida, marginal, recostada en un mueble viejo y viendo el ruido del mundo sin espabilar.
Físicamente es un pueblo hermoso, verde, pero cuando uno se atreve atravesar el río feliz que lo alimenta, entonces uno descubre con algo de miedo que tiene su lado oscuro, su lado débil y con algunos de sus circuitos cerebrales averiados.
Nos toca agradecerle a la vieja de uno, la visión, los ojos que nos dio gratis para ver lo que haya que ver y para pensar a través de su luz de luna.
A veces siento que estoy en un lugar extraño, incómodo, donde no es posible conversar sobre libros, por la voz recurrente del día lunes de un vecino, diciéndole a otro: ¿Oye loco, te clavaste los tragos ayer? Son pocos los amigos con los que uno logra conversar de los libros leídos. De cualquier manera, estoy agradecido con la vida, por mis ojos, por mis manos, por mi boca, por mis amigos: Ramón Molinares, Aurelio Pizarro, Tito Mejía, Iván Fontalvo, Julio Lara, Tatiana Guardiola, Lizandro Adarraga, Frenáis Salcedo y otro par de ellos, que con su altura validan la vida y lo hacen también a través de los libros.
(Invito a los tomasinos a controvertir esta epístola o alimentar su concepción desde el respeto por las ideas)
Hay que seguir luchando ya se inicio, no claudicar viejo Pedro
Cada vez es mas duro el camino,pero no hay que claudicar