¿Morir para qué?
Esta es una simple pregunta de sentido por la vida.
No se muere uno por un dolor de muela, tampoco por una crisis amorosa, tampoco por la pérdida de una fortuna, aunque algunos románticos de la muerte ya lo han intentado y otros más certeros, lo han conseguido a costa de aliviar el alma con la tierna luna.
Sin embargo, hay una variedad de buenas y malas intenciones. Piense, por ejemplo, en la eutanasia y en la última sentencia de la Corte Constitucional relacionado con el suicidio asistido. Es increíblemente humanista en una sociedad que odia la vida, o más bien que ama la muerte.
Sí, andamos por ahí y por acá adheridos a la vida como la hidra al cemento. Reconozco que hay valientes que han olvidado y dejado todo tirado para culminar zambulléndose al vacío de la muerte. También es bueno reconocer que hay una mayoría de conciudadanos que, a pesar del vacío de la crisis del capitalismo, y la existencial, son felices observando una apuesta de sol en el horizonte, o contemplando el huidizo viento besar el aire.
Esta es la gran diferencia entre unos y otros. Dejó al lector el uso de las palabras crisis, vacío y resiliencia para dilucidar la pared que separa a uno de otros; digo, lo que separa la agonía de la vida y la agonía de la muerte.
Ni los mismos animales quieren morir porque sí, mueren luchando denodadamente contra un enemigo mayor. Es la ley de la selva.
El sentido es humano hasta donde sabemos. Un amor profundo, o tal vez un amor sin el vaso lleno; un hijo sano o con limitaciones cognitivas; un jardín con el cuidado esmerado del artista; un poema o quizá un libro salvador.
Nadie sabe si el afecto que nos tienen las mascotas, después de días infinitos de convivencia, le da motivos a Bruce, el perro de casa, para continuar lamiéndonos el rostro.
Nadie lo sabe.
Esta era una de las incertidumbres del filósofo Montaigne cuando sugería que los humanos no eran los únicos seres del universo con vida interior. * ¿Realmente no se divierte Bruce más que nosotros jugando en casa?
La brutalidad de la vida puede colocar al hombre entre el límite de la vida y la muerte. La experiencia del Holocausto de la segunda guerra mundial es un ejemplo extremo, aunque seguir vivo es más importante que estar muerto.
Cuenta Irene Vallejo en El infinito en un junco, que Nico Rost organizó un Club de lectura clandestino en las mismas mazmorras nazis. Cuando no era posible conseguir textos, ellos mismos recordaban de memoria frases de antiguas lecturas y las comentaban. “Se reúnen de pie entre las camas, disimulando, asustados, siempre con un vigilante para dar la alarma en cuanto asoma un alemán.”
Este testimonio fortalece la convicción de la vida frente a la muerte. A propósito, me surge una pregunta: ¿Por qué y para qué una biblioteca en los campos de concentración nazi cuando sabes que vives en un cementerio?
*Filosofía divertida. Daniel Tatarsky. Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2019.
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