Por: Aurelio Pizarro
Una de las más grandes joyas de la gastronomía costeña es, sin duda alguna, el bollo de yuca: un acompañante de lujo para la mayoría de nuestros más autóctonos y deliciosos platos. Yo lo elevo a la categoría de “manjar” cuando alcanza ese punto de moho que lo hace igual de exótico que el queso roquefort o que el fuet catalán. Sin embargo, en los últimos meses he notado que el bollo de yuca ya no se pone mohoso. Lo compro y lo dejo madurar un par de días y, en vez de que le aparezca esa tan exquisita capa anaranjada, lo que sucede es que se pone duro como un tronco, impenetrable por cualquier tipo de cuchillo o sierra. No sé qué ha cambiado en su proceso de elaboración, pero creo que es hora de que le pongamos la lupa al tema. No puede ser que por hacer más rentable el negocio echemos a la basura tantos años de tradición y perdamos, a su vez, uno de nuestros sellos de identidad y el bocado más portentoso que esta tierra le ha regalado a nuestros paladares.
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