Por: Pedro Conrado Cudriz
Rosa es una vieja amiga con la que converso sin asco los temas de la realidad curvada y desalineada de Colombia, lo hacemos todos los lunes de la semana, así como van todos los domingos a misa los cristianos de la parroquia local, y lo hacemos inveteradamente desde el siglo pasado. Es ritual casero y bajo la sombra de un viejo árbol de mango del patio, taburetes, tinto y panecillos de quesos, piernas cruzadas, uno frente al otro y casi con las mismas posturas, coordinadas corporalmente para comodidad de los dos.
Es un ritual tradicional para tocar con los cuchillos de las palabras, los temas de la nación, tan repetidos enfermizamente por la prensa escrita, hablada y televisiva.
Hoy lunes 21 de noviembre del 2021, y después de una obcecada invitación telefónica, decidí escaparme de esta atractiva cita amiga. Le dije sin recato, hoy no puedo. Nos invadió un largo silencio al que le temo cuando corre más del minutero del reloj, también a las mismas ideas y opiniones de siempre –como nos fascina repetirnos- y a la nostálgica esperanza de los cambios de carácter de este país, a tener que contar los días que faltan para que muera el fatídico año viejo, a la oscuridad del alma de los días, a las mentiras del gobierno, a la vejez que se acerca como un bólido a nosotros y sin culpa.
A esas cosas le temo.
Confieso que nos parecemos a una vieja fotografía del álbum familiar. Confieso que soy un ser aburrido, más que el resto de los mortales, una hazaña individual, que no la premia en ninguna clase de concurso literario.
Lo más increíble, después de todo, es la falta de las sospechas de mi hastío existencial, porque no tiene rostro y no se parece en nada a mí.
-Ya te vas, me reclamó en otro tiempo, ¡qué vaina con los amigos!
-Me quedo otro rato, le digo. Trae tinto “apanelado” y los panecillos de queso.
-Ya nada es igual, ni nada nos asombra, sentenció, caminamos al revés.
-¡Cuidado!, exclamo, cuidado con el precipicio.
Ella ríe, le luce la sonrisa de alma que tiene, dos huequitos prendidos en ambas mejillas y la tarde también prendida de la brisa que corre entre los árboles. Ella parece no exigir más de la cuenta, ni a mí ni a la vida.
Me estoy preguntando el porqué me resistí a su llamado. Pensé, es una interrogación peligrosa hecha a los amigos, porque cualquiera respuesta puede ser falsa. Uno tiene los pocos amigos que tiene para soportar la tarde, o las vicisitudes de los días, o las malas horas del país, o la noche que no llega. Y hay días en que uno no está para soportar a nadie, ni siquiera para soportarse a sí mismo. Es legítimo un día oscuro en la vida de uno, una hermosa carga de tristeza o de flojera, disfrutar la soledad o tocarle el fondo al dolor. Cualquier día ocurren estas cosas, la enfermedad metal de este país a veces también nos visita y se come unos panecillos de queso con nosotros. Y a pesar de esto no pasa nada, el próximo lunes estaré ahí, bajo el árbol de mango, como siempre.
Invíteme a ese encuentro quizás inyecte algo nuevo o quizás no
Excelente relato amigo Pedro, q bacano estar debajo del palo de mango.