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mayo 2, 2025

La Primicia Noticias

Una Nueva mirada

Al oído de mis amigos: Mi testamento vivo

Por: Pedro Conrado Cudriz

Dejo mis libros a los niños y jovencitos de mi barrio. En mi casa, en todo el frente, resaltará el título de Biblioteca pública-privada Franco Carvalho. Será una distinción comunitaria. Una biblioteca – hay que recordarlo siempre-, es un universo de saberes e imágenes universales al servicio de las gentes. Ciudades diversas de la imaginación y el pensamiento. Este espacio no estaría limitado para ningún lector, todos tendrían acceso libre a los libros. Los visitantes firmarían el juramento, leído en voz alta, de devolver el libro prestado y no robarlo para darle continuidad a la cadena de la magia y del servicio social-comunitario, prometiendo cuidarlo y no deteriorarlo ni quemarlo como ocurre con los libros en la película Fahrenheit 451. Y aprovechar para recordarles las amenazadoras palabras inscritas en la biblioteca del Monasterio de San Pedro de las Puellas en Barcelona, España, según el sugestivo libro de Irene Vallejo, El infinito en el junco: “Para aquel que robe, o pida prestado un libro y a su dueño no lo devuelva, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie su sufrimiento hasta que perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.”

Dono este servicio privado a la comunidad porque sé de la necesidad que tienen los niños y los jóvenes de una biblioteca, que les permita crecer espiritualmente como lo han hechos lectores mayores, como Sábato, Borges, Kundera, Baricco, Wilde… Y, además, porque las bibliotecas que existen son insuficientes para engrandecer el alma de tanto niño varado en la estación del tren de la imaginación. Ojalá las que existan en nuestros territorios tengan bibliotecas satélites como la de Alejandría, ese modelo inmortal iniciático. Desde los tiempos en que se inventaron los libros – hace más de cinco mil años -, se iniciaron también las bibliotecas en espacios físicos pobres y humildes, un invento feliz para cubrir las necesidades universales e inaplazables del conocimiento humano. Lo increíble es que la humanidad no ha dejado nunca de crearlas e inventarlas para nutrir el espíritu de los hombres.

Nadie puede ignorar los riesgos de la aventura de construir una biblioteca a partir del invento del lenguaje, o de la palabra escrita, que brota del aliento del aire y que, al salir de los labios y el pensamiento humano, se convierte en la marca histórica del mundo pre y moderno. Como lo expresa Irene Vallejo en el libro arriba citado: El infinito en el junco: “El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática.” Así se inició todo.

Coda: “La gente de bien” actúa gubernamentalmente contra la gente decente.