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octubre 20, 2025

La Primicia Noticias

Una Nueva mirada

Introducción a la lectura de La intrusa de Borges

Por: Pedro Conrado Cudriz

Se inicia con un hecho no probable, la historia de los hermanos Nilsen, una historia que pasó por varias voces orilleras:

Eduardo Nilsen lo contó en el velorio de su hermano menor, Cristian, en el partido de Morón. Y finalmente lo narró Santiago Dabove, que se la contó al narrador. Años más tarde se lo contaron en Turdera, donde ocurrió la anécdota para la magia de la literatura.

El narrador confiesa que lo escribió “porque en ella se cifra un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos.” Borges, el narrador, cedió a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor, como aquella “gastada biblia con caracteres góticos.

Según Borges, la historia es una azarosa crónica de los Nilsen, que se perderá como se pierden todas las memorias.

En el caserón donde vivían “defendían su soledad,” es decir, sus secretos de familia, sus patanerías. La defendían de ojos y bocas intrusas.

Es interesante el recuento de sus lujos: “…el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumbero de los sábados y el alcohol pendenciero;” estos elementos son importantes porque eran elementos característicos de los barrios orilleros, marginados, excluidos de la ciudad.

Lo que sabemos ahora es que los Nilsen no eran hermanitas de la caridad.

El barrio les temía, sabían que seguramente debían alguna muerte. “Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres con fama de avaros.”.

Los Nilsen “eran calaveras para el amor,” para la muerte del amor, amores de zaguán o de casa mala”

En este cuento hay una versión del amor orillero, relaciones de pareja extraídas de las relaciones de cemento del patriarcado. Juliana Burgos era concebida como “una cosa,” una especie de mueble de la casa, que se podía trasladar de un lugar a otro, que se podía vender y comprar las veces necesarias para beneficio del comprador. El narrador lo consigna así cuando, por ejemplo, escribe que con la Juliana se “ganaba así una sirvienta.”

Nos podemos acordar en este pasaje de alguna de las novelas de Gabriel García Márquez porque él también recreó literariamente el estatus- rol y el cuadro social de la mujer en ese mundo arcaico del machismo decimonónico. 

El hermano Eduardo en ese mundo de relaciones cosificadas también echó de su casa a una joven que encontró en un viaje de negocios. La expulsó de casa como un trapo viejo.

Desde este episodio personal del hermano mayor, Eduardo, el conflicto narrativo entre los hermanos comenzó a tener suficiente claridad, porque el hermano mayor estaba nada más y nada menos enamorado de la Juliana, compañera sexual de Cristian, el menor.

Que uno recuerde, esta narración borgiana tratada con un lenguaje sencillo y de crónica periodística, y aparentemente sin mayores aspiraciones, hace un salto entre el rastro de las versiones de tipo filosófico y misteriosas, que hemos leído en el Club de lectura Santo Tomás todos los libros, como la de Emma Zunz o El jardín de senderos que se bifurcan para nombrar estos dos cuentos en medio de un océano de temas universales del escritor argentino.

Yo me voy, le dijo Cristian a Eduardo. “Ahí la tenés a la Juliana. Si la querés úsala. Y se despidió de Eduardo no de Juliana, que era una cosa… una relación que ultrajaba las decencias del arrabal.”

Esta relación que “ultrajaba las decencias del arrabal” la usa el escritor para recordarnos que todo no es maluco, oscuro en Turdera, algo bueno tenía que haber en el mundo en contravía de la maldad humana.

El acuerdo no podía durar tanto en medio de la importancia de la posesión de las cosas y los deseos animales de los hermanos Nilsen. Alguna vez Sartre y Simone de Beauvoir se reclamaron la libertad de los cuerpos y acordaron que se amarían, aunque cada uno por el lado izquierdo del cuerpo tendría los amantes que quisiera. Lo que se sabe es que no resistieron la libertad sexual de sus cuerpos. El amor verdadero los reclamaba.

“En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la pasión, pero los dos estaban enamorados” de la misma mujer. Y el amor los humillaba, porque el amor es entrega y no es de relaciones verticales, sino horizontales, equilibradas desde el centro para que los dos lados, el izquierdo y el derecho puedan convivir.

No es extraño entonces esta manera de amar orillero, y no es solo un amor de arrabal, es también un amor de prostíbulo: “un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la pasión.” Era una relación enajenada, cosificada.  Y no era nada raro que la Juliana fuera una puta. Y tampoco fue raro que Eduardo Nilsen tratara a aquella joven que trajo de un viaje como un trapo viejo.

Juliana los atendía “con sumisión bestial,” tal vez porque se sentía sirviente, poca cosa, una expresión brutal cuando se piensa en el calificativo que le damos a una mujer o a un hombre pobre o marginal. Lo que si estaba claro en la historia del cuento, eran las relaciones sociales marcadas por el mercado de las relaciones humanas patriarcales.

Y en cierto día del mundo de los corazones rotos y en conflicto la vendieron como un animal para la pasión de todos los hombres en un prostíbulo. Lo producido en el mercado de la carne humana lo repartieron en dos mitades.

Y quisieron regresar a la vida antigua de las relaciones entre solo hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero y a las juergas casuales. Pero no se salvaron del amor, al que terminaron haciéndole trampas. A escondidas alcanzaban el cuerpo de la Juliana, pero esquivaban su alma. Hasta que Cristian descubrió a Eduardo en “la casa que sabemos,” innombrable seguramente para la decencia.

Y todo parece que Cristian le dijo:

“De seguir así, los vamos a cansar a los pingos.” Más vale que la tengamos a manos. Y le pagaron a la patrona el valor tasado en la compra y venta del artículo. “Y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.”

Y se fueron al comercio de Pardo a vender sus cueros, que son los objetos sometidos al tratamiento especial de la piel después de muerto el animal. Creo que la alusión nos conduce a relacionarla con la muerte de la Juliana, que no era tratada como persona con derechos sino como una cosa.

Cristian tiró el cigarrillo que había encendido y dijo sin apuro:

“A trabajar hermano… Hoy la maté. Que se quedé aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios. Se abrazaron, lloraron. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.” 

Autor del relato: Jorge Luis Borges