Por: Pedro Conrado Cudriz
Están sueltas por el mundo doméstico, sin insolencias de ninguna naturaleza. Están puestas con ternura y esmero en los rincones, en las salas, en las alcobas e incluso alcanzan a llegar al baño con la paciencia de algún dios misericordioso. En otras ocasiones se van con el dueño de paseo por el barrio, o por la ciudad, o por el último rincón del mundo como mascotas; y tienen a veces los privilegios que no tienen los seres vivos, porque viven sin los peligros de la calle.
Son unas observadoras acuciosas de los aleteos nuestros por el universo de la casa, y sin asombros las observamos en la estética de la quietud del vuelo y se espantan con la cola luminosa de su propia risa, que es un cántico al silencio de las horas. Cuando las vemos estresadas y estáticas, entonces nos gustaría compartir con ellas las penas y las angustias de una existencia inmóvil. Mas por la naturaleza de la que están hechas, aquello no nos permite ir más allá de la contemplación. Siento que sufren atrozmente porque después de tanto tiempo de convivir con nosotros sus afectos se han afectado en el silencio de las cuatro paredes.
Nosotros por el contrario las ignoramos la mayoría de las veces en la espesura de los días y las noches. Tanto, que ellas mismas olvidan que existen. Los fines de semana recordamos que ellas también forman parte del paisaje familiar y es en esos instantes que les aplicamos los toques de la higiene con los trapos más viejos de la casa, olvidando los servicios decorativos que le prestan a la vivienda.
¿Qué sería de la casa sin ellas? ¿Qué sería de nuestras concepciones de la belleza sin ellas? No me atrevo a darle respuestas a estas preguntas por el temor a que lean mis pensamientos y se resistan a brillar con su fulgor las instancias que habitan.
Uno, sin embargo, no piensa que las cosas sientan o piensen por si solas, porque uno las cree inertes por el hecho de ser como son y porque se dejan trasladar de un lugar a otro del espacio físico de la casa como hacemos casi siempre al desarreglar el pequeño universo de todos los días. En el nuevo arreglo de los espacios de la sala, por ejemplo, la risa de los objetos es ensordecedor. Los humanos no hemos podido todavía comunicarnos con las cosas por falta de entrenamiento. Yo solo he conocido a una persona que lograba conversar con las cosas. Recuerdo al abuelo Nolasco abrazado al árbol de mil años con el que conversa de la sequía y la lluvia. En algunos de los días mágicos el abuelo hablaba seriamente de la esclavitud con ellas, sobre todo con las más jóvenes y las mayores, que venían y tenían en su cuerpo los genes sensibles de la escucha. En aquellas conversaciones lograba enterarme del mal genio de los objetos, de su inmóvil posición de esclavas. “No logro comprender todavía, le decía el florero al abuelo, por qué los humanos dependen tanto de nosotros.”
En esas conversaciones de desquiciados solemnes, logré entender la postura patriarcal del mundo, en la que los hombres se creen dueños del universo, incluyendo sus cosas y manuales de los equipos de sonido, trajes, abanicos, sillas, aretes, olvidando que nada es de nadie y que tal vez nosotros somos los esclavos de las infaltables cosas.
Como me asombra la economía de los espacios físicos de los chinos, despoblados de los objetos que los estorban en las instancias que habitan. Es una filosofía milenaria para el sostén de los encuentros entre humanos. La variedad de la cultura occidental, a la que nosotros pertenecemos, no ha logrado comprender el sistema esclavista que representa el complejo mundo de los objetos, lo que de alguna manera significa, que ellos seguirán de adornos, mientras nosotros no sabemos a veces qué hacer con las cosas.
Para el que se enfoca en los detalles, las cosas son necesarias, aunque termine acostumbrándose a ella y, finalmente, la indiferencia sea lo más normal y pasar desapercibidas sea su destino. No concebimos el mundo sin las cosas. Los salones de clase habitados por los pupitres que han jugado en su historia una diversidad de roles: huellas en sus brazos de amores nostálgicos, la soledad de un banco para zurdo en un salón donde todos son derechos, los abanicos que ronronean como un gato, el escritorio del profesor que se presta para una representación teatral cuando los estudiantes quedan solos. Sin lugar a dudas las cosas nos marcan y son parte de la identidad que asumimos: el vestido, la gorra, los tenis. Por ejemplo, leyendo tu texto, amigo pedro, aparto la vista y veo una linterna negra, intacta; siento que me mira al tiempo que percibo su aburrimiento, no la construyeron para decorar un escritorio: sus días son lánguidos, soñando quizás con un campo de batalla, o un instante sin luz para lucir su brillante entusiasmo. Tu texto es un indicio de la mirada del escritor; un adorno, cuya ausencia se nota en medio de la rutina; un objeto que permanece inmutable, como un estoico, acostumbrado al desamparo y la soledad de sí mismo y de quién lo mantiene como un tesoro que se exhibe. El complejo mundo de las cosas que nos motiva a cambiarlos de puesto, a tocarlos, a observarle su inmutabilidad. Es profundo tu texto, invitando a la ampliación de la mirada y emociones de los artistas, de los escritores.
En cuanto al complejo mundo de las cosas, pienso , que puedo ir a un hotel de Colombia, pero “mi cama” , es mi cama; mi hamaca no tiene remplazo así se encuentre sucia ; mi toalla es para todo mi cuerpo, mientras que otras toallas es pa medio secarme.
que mi siestas ,son mis siestas en el sitio de siempre y a la misma hora de siempre;
que el tinto de mi casa , es el mejor tinto , los que tome por la calle (así sean muy caros), no igualan al de mi casa.
Mi bicicleta, cada vez que la voy a montar , está pinchada y cuando está bien, no me dan ganas de montarla.
En ese complejo mundo de las cosas, están mis libros, cada vez que abro sus páginas, llega visita o entra una llamada .