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julio 21, 2025

La Primicia Noticias

Una Nueva mirada

De la disciplina del ejercicio físico a la escritural 

Por: Pedro Conrado Cudriz

Les cuento: desde que yo tengo memoria, siempre he tenido y manejado bicicleta. Fue mi primera pasión; nada podía hacer sin mi bici. Después fue el fútbol y la concepción de equipo derivada del mismo y hace medio siglo, la pasión por los libros, la lectura y la escritura.  

De mi primera pasión surgió La mano pinta lo que sueñan los dedos. 

Pienso como si escribiera bajo el sol y escribo pensando mucho en el vuelo, en el viaje. 

Bueno, el cuerpo, mi cuerpo, desde aquella operación de “corazón abierto” en el 2011, me pide a gritos el ejercicio físico diario: “Oye, dice, la cicla.” 

Y casi todos los días, religiosamente, estoy muy temprano con los pies en tierra. Cinco en punto de la mañana. El despertador también grita y me zarandea los oídos. Bajo en hombros la bicicleta, porque vivo en un segundo piso, lejos del cielo. Los que han ido a mi apartamento dicen que borrachos no se atreverían ni por equivocación a subir las empinadas escaleras que llevan a mi casa. 

A las cinco de la mañana, el clima seduce, ni frío ni caliente. El mundo apenas está despertando de la pesadilla de la muerte del sueño. Mi ruta al interior de la población es la misma a diario hasta completar una hora aproximadamente. Salgo de casa, visito muy rápido el barrio el Carmen, paso por el hospital y me enruto por La Fresca buscando el barrio Los Cocos. Salgo a la calle ocho para pasar por La Independencia hasta alcanzar La Barita de Caña, que dejo atrás para llegar a la calle de La Ciénaga, sigo derecho y termino doblando por el estadio del Primero de mayo, buscando el puente de Venancio para cruzar la frontera y visitar de una vez a la vecina población de Palmar de Varela.  

Y luego regreso al punto de salida, un recorrido serio de una hora. Quemo grasa, mis huesos y el cuerpo también se fortalecen; el esfuerzo físico genera un estrés positivo, el cerebro segrega sustancias bioquímicas como la serotonina y me siento tan bien, que mi cuerpo lo agradece. Estoy listo para leer y escribir. 

Internamente viajo solo con mis pensamientos, con mi soledad, con algunas ideas que vienen y van y terminan desapareciendo, así como llegaron. Sin embargo, lo más increíble es que me olvido del mundo que me rodea, como cuando escribo. La cicla inspira, como el papel en blanco. 

Los sábados la ruta es distinta, o viajamos para El Uvito, o Burrusco, un corregimiento de Palmar de Varela, o a Cumaco, en territorio de Sabanalarga. Voy en compañía de Hugo Maldonado, también amante de la bici.  

La carretera a El Uvito es escarpada y difícil. El primer reto es una cuesta, la de Tío Ronco, pone a prueba la resistencia del cuerpo, en especial la de las piernas. Cuando llego a la máxima altura, mi cuerpo estalla, les falta el aire a los pulmones, el corazón apenas respira, y llego casi muerto y mareado a la cima, mientras Hugo, más joven que yo, me espera solidario. Bebemos agua y continuamos el camino repuestos para hacerle frente a unas ocho cuestas más compasivas.  

Le confieso a Hugo, que la primera vez que lo intenté no pude treparla, se agrandó la cuesta y regresé frustrado a casa. Y se convirtió en un reto personal como cuando escribo un poema, que se escabulle entre la pasión, la falta de inspiración y la dificultad de terminarlo. Yo y la cuesta, yo y la hoja de papel en blanco. 

Después de sobrepasar la cuesta de Tío Ronco todo se hace más fácil. Es el mismo reto del papel en blanco: escribes las primeras frases y los caballos de la mente se sueltan. Y repites el reto una y otra vez hasta vencerle la resistencia. Siempre duele trepar la escalera de Tío Ronco, pero se requiere de la repetición, de la disciplina, de la voluntad de levantarte temprano, cambiarte de ropa, colocarte los zapatos y volar. Escribir también requiere disciplina, educar la mano o el cuerpo para exigirle alcanzar la meta. Si no tienes la disciplina diaria no podrás volar en la cicla ni escribir para romperle la resistencia a la flojera.  

En estos días de sequedad y de calores infernales, los rayos del sol mortifican el cuerpo, la humedad es pegajosa y el sol abrazador como una llama ardiente crea la sensación de chamuscar la piel. Esta experiencia de “¡Uf, qué calor!” la describe muy bien Haruki Murakami, el novelista japonés en De qué hablo cuando hablo de correr: “Corrí en pleno verano ateniense (…) hace un calor inimaginable. Los atenienses no salen al exterior por la tarde salvo que sea necesario. Se echan la siesta a la sombra y ahorran energías sin hacer nada (…) Hasta los perros se quedan tumbados a la sombra sin mover un músculo. Aunque uno se quede mirándolos un buen rato, es imposible distinguir si están vivos o muertos.”